A propósito de ciertas certificaciones

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Sumario

José C. Carminio Castagno (información sobre el autor)

 

Deseo aclarar primeramente que este breve y presuroso(1) aporte no apunta a la defensa de intereses corporativos sino a contribuir con un enfoque estrictamente técnico-jurídico.  Por ello –y además, como evidencia de que no se trata de una postura circunstancial–, habré de reiterar aquí ideas y fundamentos que he expuesto desde hace ya más de cuarenta años.

Comienzo afirmando que el escribano y el abogado poseen algunas incumbencias exclusivas (en tanto no se comparten con el otro): el ejercicio de la potestad fedante y la representación y el patrocinio en los procesos judiciales, en ese orden (o, dicho sintéticamente: la fe pública y la litis).(2) Y, asimismo, que comparten un ámbito de actividad jurídica concurrente en materia de asesoramiento, formulación de dictámenes, estudios de títulos y redacción de instrumentos privados.

Pese a ello, los señores letrados proclaman y difunden –con profusa publicidad– ser los únicos que saben derecho, extraña pretensión que supongo debe haberse originado en el mayor contenido y duración de la carrera universitaria de Abogacía(3).  Sin embargo, eso no se ajusta a lo que hoy sucede, ya que –desde hace varios años– el de notario se ha convertido en un postítulo del de abogado en la gran mayoría de las universidades argentinas, circunstancia que bien podría generar una situación inversa: que los escribanos alardeasen de poseer una mejor formación jurídica que dichos letrados.

No obstante, la verdad es que –como en todas las actividades– hay gente que sabe y otra que no (al menos, en lo que hace presumir –sólo iuris tantum– el título que se ostenta).  Así, existen abogados y escribanos que conocen profundamente los temas societarios –escribiendo con solvencia sobre ellos– y otros que carecen de nivel; notarios y abogados que saben y enseñan muy bien lo referido a los derechos reales y otros que casi ignoran esa materia.

En cuanto a otras argumentaciones que se esgrimen, no cabe duda de que la idea de acotar la incumbencia de los notarios sólo a los actos de facción protocolar –amén de carecer de basamento jurídico– contradice frontalmente expresas normas del vigente Código Civil(4) y de las leyes orgánicas locales (a las que aquél remite)(5).

También así resulta –pero en sentido inverso– el empeñoso anhelo de que se consagre el patrocinio letrado para que cualquier persona, aunque sea plenamente capaz, pueda formalizar actos jurídicos (lo que convertiría al letrado –por dar sólo un ejemplo, de imposible solución– en una especie de imprescindible alter ego de todo aquel que desee declarar su última voluntad en la forma de testamento oló­grafo).

Para elucidar toda esta problemática, se hace necesario ordenar las cuestiones que el tema suscita.  Y a tal fin, considero prioritario –previo a examinar la “competencia”– analizar la “función”(6).  En efecto: dentro del género de los funcionarios públicos existen diversas especies, cada una de las cuales tiene atribuida una específica función, de lo que deviene que un determinado acto pueda ser considerado tal.(7)

Habida cuenta de la importancia que los hechos tienen en el derecho(8) y de su fugacidad temporal, resulta necesario arbitrar un medio a efectos de lograr la certeza de su acaecimiento y la perdurabilidad de dicha certidumbre.  A ello apunta la función que el orden jurídico asigna a los oficiales públicos,(9) que consiste en declarar hechos por ellos sensorialmente percibidos, con autoridad de plena fe.(10)  Y no resulta ocioso subrayar, desde ya, que tales cargos deben ser creados por los órganos legislativos.(11)

Necesariamente, dicha noción legal impone revisar crítica y objetivamente la enumeración contenida en el ar­tícu­lo 979, luego de lo cual corresponde concluir en que sólo los incisos 1, 2, 4 y 10 refieren a instrumentos públicos en sentido estricto.(12)

En cuanto al inciso 2, señalo que en el artículo 688 del Esbozo de Freitas –esclarecedora fuente de nuestro Código Civil, que resulta imprescindible para su correcta interpretación– se hace referencia a “los mismos escribanos o funcionarios”, significando que no se trata de todos los funcionarios sino de los del precedente inciso 1: aquellos que están investidos de la misma función fedante que está atribuida a los escribanos.(13) Destaco, a título de ejemplo, que la Ley Orgánica del Notariado de la Provincia de Entre Ríos Nº 6200 –en la que se distinguen con precisión las incumbencias fedatarias y profesionales del notario (arts. 6 y 7, respectivamente)– consagra con claridad la naturaleza de los actos notariales extraprotolares en la segunda parte de su ar­tícu­lo 71: “La intervención extraprotocolar, cumplimentando los requisitos exigidos en la legislación de fondo y en la presente, tendrá el carácter de instrumento público”(14).

Por lo que hace a los dictámenes de los peritos calígrafos –que, indudablemente, constituyen una opinión técnica emitida por profesionales especializados en la materia– y aquellas “certificaciones” que se realizan mediante el simple cotejo de una firma ya estampada con la que obra en el correspondiente registro –hechas generalmente por empleados de instituciones de crédito, carentes de formación específica para dicha tarea–, no son actos de ejercicio de la fe pública, por lo que no producen los efectos de tales.(15) Y exactamente lo mismo ocurre –pese a la meticulosidad que se advierte en la copia de las formalidades impuestas en los reglamentos que en la materia dictan los colegios de escribanos (engañosa semejanza que se extiende a la terminología que se adopta, como “folios de actuación”, “libros de registro”, etc.)– con las efectuadas por los señores abogados.

Volviendo a la eficacia de dichos actos “certificantes”, no está de más señalar que –aunque por vía de hipótesis se admitiera que fuesen instrumentos públicos– estarían alcanzados por la expresa nulidad que consagra el ar­tícu­lo 985 del vigente Código Civil, por el incompatible interés personal que los letrados tendrían en el asunto.(16)

En conclusión: se trata de un intento de asumir incumbencias ajenas, que parece inspirado en intereses económicos tanto del colegio como de sus miembros.(17)

Finalmente, resulta oportuno preguntarse si no es tiempo de sumar esfuerzos a fin de defender las compartidas incumbencias de los profesionales de las ciencias jurídicas –cualesquiera sean sus títulos o actividades– ante el renovado avance de otros sectores que carecen –ellos sí– de una formación especializada, en lugar de malgastarlos en torpes embestidas y en la creación de fantasiosos productos de birlibirloque intelectual.

 

Notas ^

(1) [N. del E.: esta columna fue solicitada al autor a raíz de eventos sucedidos en el mes de abril de 2014].(↑)

(2) En cuanto a la llamada jurisdicción voluntaria, la he tratado en la conferencia “Particiones extrajudiciales de herencias: su registración y homologación judicial” (LVIII Seminario de la Academia Nacional del Notariado; Buenos Aires, 29/10/2009).  Destaqué entonces, refutando las más difundidas opiniones en contrario: 1) que su denominación no encuadra en ninguno de ambos conceptos, dado que el juez no ejerce la iurisdictio dirimiendo un conflicto y, en algunos casos, su intervención es ineludible; 2) que se encuentra restringida a los supuestos expresamente determinados en cada caso por la ley; 3) que las resoluciones judiciales recaídas en dicho ámbito no hacen cosa juzgada respecto de terceros; 4) sus puntos de contacto y diferencias con la transacción, advirtiendo que tampoco se da siempre la existencia de derechos dudosos (ya que –lo mismo que en los conflictos– las dudas deben persistir al momento de instarse la actividad jurisdiccional).  Agrego aquí, a título de mera observación, que –aunque no se lo propongan conscientemente– los abogados, por su propio quehacer, no desdeñan la posibilidad de un eventual litigio.(↑)

(3) Veinticinco o más materias, frente a alrededor de la mitad en Notariado –que no incluían el derecho comparado ni la jurisprudencia–, programa luego ampliado a diecinueve asignaturas, con los mismos programas que Abogacía.(↑)

(4) V. g.: art. 3666, dado que es indudable que el pliego que contiene el testamento cerrado no es protocolo.  Otro caso expresamente previsto en un código nacional se encontraba en el art. 1021 del de Comercio, que confería el carácter de instrumento público a la póliza de fletamento hecha “por escribano que dé fe de haber sido otorgada en su presencia y la de dos testigos que suscriban, aunque no esté protocolizada”.(↑)

(5) Así lo hace el inc. 2 del art. 979 (“en la forma que las leyes hubieren determinado”) y el art. 998 (“según las leyes en vigor”).(↑)

(6) Remito a mi “Teoría general del acto notarial”, publicada en Revista del Notariado, Buenos Aires, Colegio de Escribanos de la Capital Federal, nº 727, enero-febrero 1973, pp. 17-102.  Allí defino la competencia como el “dónde” –en sentido pluridimensional– del hacer jurídico, y la función como el “qué” de dicho hacer.(↑)

(7) En el punto 1.2. de la misma obra explico que si a un juez en lo penal se le solicita que dicte una ley en sentido formal, aquél no es sólo incompetente, ya que le falta algo más que competencia: carece de función legisferante –patología que propuse denominar ineptitud funcional–, agregando en la nota 55 que “Tal situación ha sido denominada, en ocasiones, incompetencia absoluta, rótulo bajo el que se engloban supuestos heterogéneos (algunos de típica incompetencia)”.(↑)

(8) “Ex facto oritur ius” (“no hay derecho que no provenga de un hecho”), reza una antigua máxima, citada por Vélez Sarsfield en la larga nota a la Sección II del Libro II de su Código. “El hecho es la figura suprema de la teoría mecánica del derecho”, afirma Carnelutti en su Teoría general del derecho.(↑)

(9) Así son mencionados los funcionarios públicos investidos de potestad fedante –que denomino factidiccional, remarcando que consiste en declarar hechos– en numerosos ar­tícu­los del Código Civil (en algunos, más de una vez): 174, 178, 179, 181 a 189, 196, 248, 973, 980, 982, 983, 987, 990, 992, 993, 1008, 3138, 3141, 3145, 3146, 3201, 3690.(↑)

(10) Esa es precisamente la noción que debe extraerse del art. 993 –verdadera piedra angular del concepto de instrumento público– en tanto la fehaciencia (plena fe) versa sobre “la existencia material” (acaecimiento) “de los hechos que el oficial público hubiese anunciado” (declarado) “como cumplidos por él mismo, o que han pasado en su presencia” (por él sensorialmente percibidos).(↑)

(11) Según se deduce del 3º párrafo de la segunda parte de la nota al art. 997: “Así, las leyes y las ordenanzas municipales pueden crear oficiales públicos sin el carácter general de escribanos, ante quienes pasen algunos actos jurídicos especiales”.(↑)

(12) Me he ocupado extensamente de este tema en la conferencia “Reflexiones en torno al concepto de instrumento público” –dictada en la Academia Matritense del Notariado el 18/5/1995 e incluida en el t. XXXV (1996) de los anuarios de dicha corporación–, a la que remito.  Reiteré allí la división de los instrumentos públicos que había formulado en 1972: a) Impropios: no encuadran en la noción provista por el art. 993: 1) por la protección penal (v. g.: art. 297 de nuestro Código); 2) por su origen: los documentos oficiales emanados de funcionarios que no tienen atribuida la función fedante; gozan de protección penal y de plena fe sólo en cuanto a su autoría, el lugar y la fecha; por lo que hace al contenido: se tiene por cierto, salvo la simple prueba en contrario (fuerza probatoria presuntiva, según propongo).  B) Propios: por encuadrar en la noción legal diseñada en el art. 993: autoría, lugar, fecha y contenido hacen plena fe (como ya he explicado).(↑)

(13) En síntesis, se trata únicamente de los oficiales públicos y no de los que no ejercen la potestad fedante.  Esto resulta lógico y fácilmente comprensible (del mismo que no todos los funcionarios son magistrados, legisladores o jefes de gobierno).(↑)

(14) Dediqué al tratamiento de este tema el ensayo “Algunas precisiones acerca de las intervenciones extraprotocolares y del respectivo libro de registro”,publicado en Revista del Notariado, Buenos Aires, Colegio de Escribanos de la Capital Federal, octubre-diciembre 2000, nº 862, pp. 57-70.(↑)

(15) Sostengo que la fe pública es verdad impuesta, con similar valor al de la cosa juzgada formal –según afirma Rafael Núñez Lagos– y de las pruebas legales (en opinión de Carlo Furno).(↑)

(16) Para abundar en el tema: ver “Invalidez de los instrumentos notariales”, en mi obra Teoría general del acto notarial y otros estudios, Paraná, [ed. del autor], 2006 t. II, pp. 31-84, en la cual califico esa patología como ilegitimación del agente.(↑)

(17) De otro experimento parecido –por su motivación recaudatoria– me ocupé en el ar­tícu­lo “Acerca de una resolución (y de cierto registro)” –obra y tomo citados, pp. 385 y ss.–, en el que critico la advertencia contenida en el reglamento acerca de que el colegio “no se pronuncia ni califica la validez jurídica de los instrumentos privados que se incorporen al registro que por este acto se crea”, lo que marca una esencial diferencia con lo que sostengo en materia de certificaciones notariales.  Afirmo que estos actos presuponen un juicio afirmativo de la legalidad del escrito al que la firma que se certificará accede o del documento cuya copia habrá de certificarse (siempre sólo referido a lo que de tales instrumentos surge, sin necesidad de practicar otras indagaciones).  Y así lo hago porque es indudable que certificar la firma en contratos de prostitución, compraventas de personas, acuerdos constitutivos de sociedades cuyo objeto es el ejercicio del contrabando, locaciones de servicios para cometer homicidios, etc. generan la responsabilidad del escribano interviniente (quien no podrá alegar que sólo asumió el rol de mero certificador).  Cierro el punto agregando que el mismo criterio sustento en cuanto a las legalizaciones ante la repetida e ineficaz fórmula autoexculpatoria: “Esta legalización no juzga sobre la validez ni la forma del documento”.(↑)

 

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