Sobre latinos y sajones*

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 [*] Publicado en Pódium Notarial, Guadalajara, Colegio de Notarios del Estado de Jalisco, nº 40, junio 2012, pp. 41-50. La presente versión ha sido revisada y corregida por el autor.

 

Not. Márquez González
Not. Márquez González

Por José Antonio Márquez González (información sobre el autor)

 

1. Historia de dos países ^

Había una vez, en las cercanías de un río muy grande y muy largo, ya próximo a adentrarse en el mar, un pueblo que vivía en un territorio muy montañoso, cuyas alturas casi siempre estaban cubiertas de brumas y humedad. Sus habitantes practicaban la minería y tal vez ello provocaba que fuesen, en el carácter, un poco circunspectos y, en lo físico, algo pálidos de color. Además, vivían encerrados en ciudades poderosamente amuralladas, presumían de saber de magia, de cosas ocultas y misteriosas, de evocar a los dioses del Averno y ser muy buenos augures, a tal grado que infundían temor en sus vecinos. De hecho, mantenían cierta reputación de gente cruel y sombría, y, en efecto, el lugar donde vivían –en las montañas más altas y remotas– era precisamente conocido como el país de las sombras o los lugares sombríos. El poeta Virgilio les imputaba una tradición de gente cruel, soberbia y abominable, porque tenían la costumbre de amarrar los prisioneros vivos a los prisioneros muertos. La verdad es que, como decía Dionisio, no se parecían a ningún otro pueblo de la antigüedad y ellos mismos afirmaban venir de lejos, muy lejos, tal vez allende el mar, en Asia. No sabemos siquiera cómo se llamaban a sí mismos, porque su lengua se ha perdido y hace dos mil años que sus hablantes han desaparecido en las brumas de la historia.

En la margen opuesta, no muy lejos de ahí, pero en una zona de valles y planicies, vivía una raza muy distinta, de agricultores y pastores; eran gente práctica, algo dicharachera y de rostro bronceado, gente que, por cierto, estaba acostumbrada a resolver dificultades y a no complicarse mucho la vida. De hecho, eran tan prácticos que cuando se encontraban frente a un problema no lo rehuían jamás, sino que buscaban resolverlo en la mejor forma posible, para que no tuvieran necesidad –decían– de volver a ocuparse de él. Les gustaba vivir con el refinamiento que permitían las circunstancias, aunque nunca olvidaban el cumplimiento puntual de un deber para con la ciudad y sus dioses, y amaban especialmente a su patria y a su terruño de origen.

Puedo decir ahora el nombre del río que dividía ambos países: era el río Tíber. En cuanto a las tribus, Heródoto, el gran historiador griego de la Antigüedad, llamaba tirrenos al primer pueblo (la palabra tirano viene precisamente de este gentilicio). Los habitantes de Italia les decían tusci o etruscis. Por esta última razón, la historia les ha dado, a la postre, el nombre ficticio de etruscos. El segundo pueblo, en cambio, vivía en una región llamada Lazio (es decir, en el país de la tierra amplia y plana) y, por eso, se llamaban a sí mismos latinos, simplemente latinos, o sea, la gente que vivía en las planicies, en contraposición a la gente del país de las montañas sombrías.

Con el correr del tiempo, estos latinos alcanzaron una civilización sumamente avanzada y, por consiguiente, un derecho cada vez más evolucionado. Es claro que este derecho, sin duda, recogió una marcada influencia de la civilización etrusca, pero también de otras culturas. Tal vez, como dice Quintiliano, los latinos tuvieron la suerte de estar en el lugar adecuado y de vivir en el momento oportuno, porque recibieron esa influencia y, como gente práctica que eran, supieron aprovecharla.

 

2. El derecho de los latinos ^

Este ensayo trata precisamente de revisar algunos pasajes peculiares que, en mi opinión, caracterizaron notablemente la transmisión de esta sabiduría al derecho romanista o latino. Luego, trataré de contraponer esta cultura jurídica latina a la distinta tradición anglosajona, destacando algunas particularidades.

Mi primera cita se refiere a la influencia del modo de pensar de los griegos. He seleccionado un diálogo donde Sócrates está platicando con Critón. El filósofo espera a tomar la cicuta, encadenado en su celda y resignado a su suerte. Critón se acerca a decirle que se fugue, porque ha sobornado al guardia, que es su amigo. Le dice: “Sócrates, vámonos de aquí, no es justo dejar que te maten”; y trata de convencerlo. Todo es en vano, porque Sócrates replica: “pero dime, Critón: ¿qué cosa es lo justo; qué cosa es lo injusto?” Y el condenado se pone a platicar como si nada con Critón, hablando en forma genérica acerca de la justicia y de hacer el bien, etc. He aquí el ejemplo de que hablo:

– Además, Sócrates, cometes una acción injusta entregándote tú mismo cuando puedes salvarte.

[…]

– ¡Pero qué! ¿Es permitido hacer mal a alguno o no lo es?

– No, sin duda, Sócrates.

– ¿Pero es justo volver el mal por el mal, como lo quiere el pueblo, o es injusto?

– Muy injusto.

– ¿Es cierto que no hay diferencia entre hacer el mal y ser injusto?

– Lo confieso.

– Es preciso, por consiguiente, no hacer jamás injusticia ni volver el mal por el mal, cualquiera que haya sido el que hayamos recibido.[1]

Aun, tengo otro ejemplo de esta forma griega de razonar, esta vez sobre la virtud de la santidad. Como se recordará, el padre de Eutifrón había castigado a un esclavo con tal severidad que el esclavo había muerto. Eutifrón considera un deber de santidad acudir al juzgado a denunciar a su padre por homicidio, puesto que es más importante obedecer las leyes de los dioses que el amor hacia los padres. El texto es como sigue:

– Ahora, en nombre de los dioses, dime lo que hace poco me asegurabas saber tan bien: qué es lo santo y lo impío; sobre el homicidio, por ejemplo, y sobre todos los demás objetos que pueden presentarse. La santidad, ¿no es siempre semejante a sí misma en toda clase de acciones? Y la impiedad, que es su contraria, ¿no es igualmente siempre la misma?

– Seguramente, Sócrates.[2]

Esta era la forma de pensar de los griegos: una forma especulativa, sin duda, cargada de una gran cientificidad, que contribuyó no poco a su bien ganada fama de grandes filósofos y científicos. (Es sin duda cierto que en ambos casos la discusión se provoca por un asunto particular, pero no es esto lo que interesa a los griegos y, de hecho, es un mero pretexto para el análisis.)

¡Qué distintos eran los latinos! Es que simplemente ellos se planteaban problemas concretos, por ejemplo: ¿qué pasa si queriendo yo dar un puñetazo a mi esclavo, sobre el cual tengo derecho, te hubiera golpeado sin querer a ti, que estabas a su lado? Bueno, pues que no respondo por injurias.[3]

Lo que me interesa destacar aquí es la diferente naturaleza del tratamiento. El griego se perdía en especulaciones filosóficas; el romano era de lo más práctico: ¿qué es lo que pasa aquí?; ¿qué es lo justo en el caso concreto? (Aunque, sin duda, el romano no era solamente práctico, porque supo asimilar este conocimiento especulativo de los griegos).

La técnica se ilustra muy bien en una cita del Digesto de Justiniano: varios niños se ponen a jugar a la pelota y resulta que está un barbero por ahí, afeitando a un parroquiano, y la pelota va a dar precisamente en el codo del barbero. El barbero corta al parroquiano y los romanos se ponen a discutir: ¿quién tiene la culpa?, y, por lo tanto, ¿quién debe de pagar? Si varios jugasen a la pelota y uno, habiendo golpeado la pelota con más fuerza, la hubiese lanzado sobre la mano de un barbero de tal modo que a un esclavo al que el barbero estaba afeitando le hubiera cortado la garganta con la navaja, queda obligado por la Ley Aquilia cualquiera de los que fueran culpables.[4]

Próculo da una opinión ligeramente distinta: dice que la culpa está en el barbero, y, ciertamente, si afeitaba allí donde era costumbre jugar o donde el tránsito era frecuente, hay motivo para imputarle la responsabilidad. También dice acertadamente que si alguien se confía a un barbero que tiene colocada la silla en un lugar peligroso, sólo él tiene la culpa.[5]

Por otra parte, el derecho romano recibió también la influencia de la tradición legal judía. Un ejemplo elocuente es, tal vez, la enumeración del Decálogo que podemos encontrar en el Antiguo Testamento[6], aunque hay muchos otros. Cito algunos pasajes:

Los que convertís en ajenjo el juicio, y la justicia la echáis por tierra […] al que hablaba lo recto abominaron […] sé que afligís al justo y recibís cohecho, y en los tribunales hacéis perder su causa a los pobres. Por tanto, el prudente en tal tiempo calla, porque el tiempo es malo […] Aborreced el mal, y amad el bien, y estableced la justicia en juicio.[7]

Jueces y oficiales pondrás en todas tus ciudades que Jehová tu Dios te dará en tus tribus, los cuales juzgarán al pueblo con justo juicio. No tuerzas el derecho, no hagas acepción de personas, ni tomes soborno; porque el soborno ciega los ojos de los sabios, y pervierte las palabras de los justos. La justicia, la justicia seguirás, para que vivas y heredes la tierra que Jehová tu Dios te da.[8]

No se tomará en cuenta a un solo testigo contra ninguno en cualquier delito ni en cualquier pecado, en relación con cualquiera ofensa cometida. Sólo por el testimonio de dos o tres testigos se mantendrá la acusación.[9]

En el marco de la tradición propiamente cristiana, mi ejemplo favorito es un párrafo de Mateo. Es un pasaje donde el apóstol se refiere al juramento y dice: acuérdate, no hay que jurar el nombre de Dios en vano –y sigue– no debes de jurar ni por la tierra ni por Jerusalén; por nada, ni por tu cabeza –dice–. Cuando tú digas “sí”, es que es “sí”; si tú dices que “no” –cosa que también es legítima–, es que “no”. Cualquier violación a esta palabra –concluye– viene del demonio.[10] Este breve párrafo de Mateo ha tenido una gran influencia, no solamente en el derecho matrimonial –de aquí, la indisolubilidad del matrimonio–, sino también en el derecho contractual: dijiste que sí, pues ahora respeta el contrato. También ha tenido influencia en el derecho internacional: debes cumplir con aquello a lo que te has obligado.

Una cita relacionada es la siguiente:

No te des prisa con tu boca, ni tu corazón se apresure a proferir palabra delante de Dios; porque Dios está en el cielo, y tu sobre la tierra; por tanto, sean pocas tus palabras. Porque de la mucha ocupación viene el sueño, y de la multitud de las palabras la voz del necio. Cuando a Dios haces promesa, no tardes en cumplirla; porque él no se complace en los insensatos. Cumple lo que prometes.[11]

Esta doble influencia de la tradición, primero judía, luego cristiana, significó una notable evolución en la acusada formalidad inicial del derecho romano. Ayudó a que el derecho se perfeccionara y se hiciera más justo. Lo ejemplifican el siguiente pasaje, que afirma: “obedece y pórtate bien no sólo por razón del castigo, sino por razón de tu conciencia”[12]. Igual puede verse en la idea natural del hombre justo en la historia de Sodoma[13] y en una cita notable de Isaías: “ajustaré el juicio a cordel y a nivel la justicia”[14].

Son todos ellos pasajes valiosos, que otorgan un valor ético a la acción jurídica. Estas ideas significaron una influencia apreciable –como la de la especulación metafísica griega– en el pensamiento jurídico romano.

 

3. Inicia la leyenda ^

Muchos siglos después, Dante Alighieri, en La divina comedia habría de referirse a Justiniano, el gran compilador, comparándolo con el lucero de la mañana. Dante, en efecto, hace decir a Justiniano: “César un tiempo fui, soy Justiniano y por querer del primer amor que siento –se refiere a la emperatriz Teodora– le quité a las leyes lo sobrante y lo vano”.[15] La magna recopilación mandada a hacer por Justiniano, condensada en el Digesto o Pandectas, las Instituta, el Codex y las Novellae, ya había adoptado el nombre de Corpus iuris civilis y ejercería una notable influencia en la formación de las raíces mismas de la civilización europea.

La ciudad de Roma, su derecho y su idioma, adquirieron la característica de la inmortalidad y cristalizaba así la leyenda de un derecho romano imperecedero, factor esencial como elemento civilizador y humanista. Ciertamente, no deja de llamar la atención la manera en que un sistema jurídico que regía para un imperio de apenas cincuenta millones de gentes (que viajaban a pie y en carretas), sea ahora, dieciocho siglos después, la base del derecho de sociedades altamente evolucionadas, de cientos de millones de personas, que se comunican casi a la velocidad del pensamiento.

Y por cierto, no hay que olvidar que el gran amor de Justiniano, la bellísima y sensual Teodora, estuvo animándolo a culminar su gran recopilación legislativa, a construir una iglesia digna y a expandir las fronteras del imperio. Se recordará que Teodora era plebeya y, por añadidura, bailarina en el circo de su papá, quien era un amaestrador de fieras. Justiniano se había enamorado de ella y, según la tradición, le había confiado a su tío, el emperador Justino, que se quería casar con Teodora. El tío contestó: “pero, ¿cómo va a ser?, ¿no sabes que no puedes? Está prohibido por la ley”. Sin más, Justiniano le responde: “tío, ¿y si derogamos la ley?”. Finalmente, Justiniano se casó con Teodora y la mujer, de bailar en los circos, se convirtió en emperatriz. Ella fue la que animó decididamente a Justiniano para hacer su recopilación legislativa y por eso habla Dante con tanto elogio acerca de ambos.

Muchos siglos después, Friedrich Karl von Savigny escribía con elogio en su Sistema de derecho romano actual –poco antes de su muerte, en 1861– acerca de la inmortal tradición histórica del derecho romano y de su influencia perenne en la elaboración de los tres grandes códigos modernos: Prusia (1753), Austria (1767) y Francia (1804). En contrapartida, afirmaba que en sus tiempos –es decir, en el siglo XIX– no se tenía vocación alguna para redactar codificaciones legales.

La leyenda del derecho romano culmina tal vez con la obra magistral de Rudolf von Jhering, El espíritu del derecho romano. Esta famosa, famosísima obra, contiene un magnífico estudio acerca de los orígenes del derecho romano, sus características generales y su técnica, con elogiosas palabras acerca del pueblo latino y de las funciones de los juristas como redactores y escribanos (cavere y scribere), como consejeros (respondere) y como árbitros (receptum arbitri).

En suma, el derecho romano se convirtió en una tradición perenne que se mezcló con lo mejor del derecho foral peninsular, del droit de costumes francés y del derecho de los espejos germánicos, entre otros, para poder desembocar en la cristalización de las codificaciones de fines del siglo XVIII y principios del XIX y aun en los modernos textos de derecho uniforme de la última década del siglo XX. Tanto que, en 1804, Jean Etienne Marie Portalis escribió en su celebrado Discurso preliminar al Código Civil francés que “la historia de la legislación de Roma es, más o menos, la legislación de todos los pueblos”. Y en efecto, en el mismo discurso oficial presentado al cuerpo legislativo, se estableció que las modernas compilaciones, o sea, las de hace doscientos años, “resultaban del estilo de la que dispuso Justiniano”.

 

4. El punto de vista anglosajón ^

Es sin duda una gran cosa estudiar el derecho romano, sobre todo cuando tenemos diecisiete o dieciocho años –aún con espinillas en la cara– y el primer día en la facultad de derecho nos sentamos allí muy discretamente y escuchamos anhelantes lo que el profesor va a decir. Es cierto que todavía estamos pensando en la disco, tal vez en la novia, en la canción que está de moda y en cosas por el estilo. Pero nos cautiva el derecho romano y sentimos, con el paso del tiempo, una cierta veneración hacia él. Sin embargo, no todos piensan así: en el mundo en que ahora vivimos hay varios sistemas de derecho. Fundamentalmente, hay dos que nos atañen: el nuestro, el derecho latino o romanista, y el derecho anglosajón. Tal vez, los anglosajones no opinan siempre lo mismo del derecho romano. Mencionaré solamente unos pocos ejemplos.

Mi primer ejemplo son algunos pasajes del filósofo, economista y jurista Jeremías Bentham. Referiré aquí dos citas de sus obras The principles of morals and legislation (1781) y El tratado de las pruebas judiciales (1823). Pues bien, Bentham se refería al derecho romano como “esa enorme masa de confusión e inconsistencia” que ha contribuido no poco al “estado deplorable de la ciencia de la legislación”. Al propio tiempo, enfatizaba su célebre principio de utilidad (que luchaba entre los puntos extremos del dolor y del placer) como un principio básico de su filosofía jurídica y, en realidad, de la filosofía pragmática anglosajona: “el objeto de las leyes –decía– cuando son ellas lo que deben ser, es producir, en el más alto grado posible, la felicidad de la mayor cantidad de personas”.

Mi segundo ejemplo se refiere a John Austin, abogado litigante y profesor en Londres. Es autor de un único libro –de publicación póstuma por su esposa– llamado precisamente On the utility of the study of the jurisprudence (1861). Es cierto que Austin marchó a Europa continental a estudiar el derecho romano, pero no se pronunciaba con mucho entusiasmo acerca de esta asignatura. Hablaba del derecho germánico, por ejemplo, y decía que era un buen ejemplo de lo que, a su parecer, “no estaba muy influenciado por el derecho romano”. También decía que el derecho inglés no desmerecía en nada con respecto al romano, suponiendo que éste tuviese muchas virtudes.

Mi tercer y último ejemplo tiene que ver con Oliver Wendell Holmes, el gran juez de los norteamericanos. Holmes escribió un librito llamado The path of law (1898), que tal vez ni merezca llamarse libro (ya ven cómo son los americanos: era una conferencia que el célebre juez dio alguna vez en Boston y se tomó la molestia de escribirla). En este pequeño librito, Holmes califica el derecho romano como una “reliquia fósil de la historia”. Más adelante, habla de los jóvenes, esos jóvenes que entran el primer día a la facultad, a los cuales ya me he referido, y les dice:

… el consejo que nosotros los maestros mayores podemos dar a los jóvenes corre el riesgo de estar muy apartado de la realidad de lo que piensan éstos y entre los menos realistas coloco la recomendación de estudiar derecho romano.

La cuestión, sin embargo, rebasa el ámbito puramente científico y trasciende el lenguaje coloquial, incluso como resultado de distintas actitudes de carácter moral y religioso. Como se sabe, el pueblo norteamericano conserva los valores morales de una sociedad puritana, en virtud de los cuales la palabra empeñada y aun el simple apretón de manos para concluir un acuerdo deben ser necesariamente honrados. Expresiones típicamente anglosajonas con repercusiones jurídicas son, por ejemplo, el fair play o el gentlemen’s agreement. Pero el asunto va más allá. Incluso, hay expresiones que definen lacónicamente ciertas actitudes doctrinales. Así, los norteamericanos hablan, por ejemplo, de doctrinas como las siguientes:

  • Last clear chance, actualmente casi en desuso, para distinguir entre la negligencia no determinante de aquella otra irremediable.
  • Mailbox theory, una vieja teoría (1818) que justifica el momento de perfección del contrato celebrado entre no presentes –o distantes–.
  • The four corner rule, una denominación muy elocuente para interpretar un documento legal en su contexto integral y no por sus partes aisladas.
  • Knock out, que se refiere al presunto acuerdo respecto de cláusulas estándar que resultan substancialmente comunes en ambas propuestas –oferta y eventual aceptación–.
  • Last bang, que remite, en caso de pluralidad de ofertas y contraofertas, a la hipótesis de que el acuerdo tuvo lugar conforme al último envío o referencia (o último disparo).
  • Three day cooling off period, para la revocación de la oferta en ventas a domicilio o door to door.
  • Laughing heir, una expresión muy gráfica para designar a un pariente lejano que es llamado a recibir una herencia en un repentino golpe de fortuna. Literalmente, significa heredero sonriente.
  • Piercing the corporate veil, que literalmente significa levantar el velo corporativo. La ley intenta hacer transparentes la administración y la rendición de cuentas de las grandes compañías comerciales.
  • White collar crime, denominación que engloba los delitos cometidos por famosos personajes, ricos empresarios o funcionarios públicos que suelen disfrutar de privilegios en su proceso o condena penal por la complejidad o sofisticación económica o social del crimen perpetrado.
  • Yellow dog, cláusulas de ciertos contratos laborales que prohíben al empleado unirse a un sindicato. Este tipo de contratos están prohibidos.
  • Términos usuales como reasonable personreasonable alternativecomercial stan­dards of fair dealing y expresiones similares, que los norteamericanos frecuentemente emplean en la redacción de sus leyes y contratos.
  • No-knowk Law, que permite a la autoridad, en los casos de cateo, omitir algunas formalidades para evitar la eventual pérdida de pruebas.

Renglón aparte merece la conocida tendencia de los norteamericanos para referirse a ciertas leyes por sus características más distintivas, el nombre de su autor o el de su principal protagonista. He aquí unos pocos ejemplos:

  • Enoch Arden Law, para presumir la muerte del cónyuge ausente, en alusión al poema del mismo nombre de Alfred Lord Tennyson.
  • Miranda Law, una ley que intenta proteger los derechos de las personas bajo arresto, nombrada así por el apellido de su protagonista latino.
  • Son of Sam Law, que intenta evitar las ganancias por regalías de aquellos criminales famosos que gustan de divulgar masivamente sus historias, ya sea haciendo apología de ellas o como ejemplo pernicioso.
  • Lemon Laws, que se refieren al derecho a devolver un automóvil nuevo porque no haya tenido arreglo en sucesivos intentos de reparación (o por haber estado fuera de servicio cierto tiempo).
  • Grandfather clauses, una ley que no permitía votar a los negros, a menos que su abuelo ya lo hubiera hecho.
  • Jim Crow Laws, leyes que restringían o excluían a los negros de ciertas instalaciones públicas como hoteles, restaurantes, trenes y autobuses. Tampoco podían prestar el servicio en jurados y su testimonio en un proceso legal no tenía el mismo valor que el de los blancos. Además, se les restringía el acceso a ciertos empleos; estaban prohibidos los matrimonios interraciales, etc.
  • Sunshine Laws, una ley federal que exige a los departamentos o agencias gubernamentales dar a conocer las minutas de sus asambleas y sus registros corporativos, así como permitir el acceso del público a las reuniones (Open Public Meetings Laws).
  • Blue Sky Laws, leyes estatales que intentan regular la venta de acciones y garantías a través de compañías de inversión, para prevenir fraudes masivos.
  • Caylee’s Law, un reciente proyecto de ley que exige dar aviso inmediato a las autoridades de la desaparición de los niños –independientemente de la responsabilidad que se tenga en el acto–. Fue nombrado así en honor a la niña extraviada de ese nombre.
  • Blue Laws, leyes federales o locales que restringen las actividades comerciales los domingos, con base en motivos religiosos. Su nombre proviene del color azul del papel en que se imprimieron por primera vez.
  • Taking the five, un término popular para ampararse en la quinta enmienda constitucional –que autoriza a no incriminarse a sí mismo–.

 

5. La fuerza de las diferencias ^

Todos los latinos somos hermanitos. Nos gusta decirnos así. Y sí, esta parte del cuento podría llamarse historias de familia, porque todos nos sentimos miembros de algo deliberadamente vago, atractivo, misterioso y rancio llamado latinidad. Una latinidad que no se acaba de entender, pero que los afanes imperialistas de Maximiliano y de la Francia del siglo XIX supieron capitalizar muy bien. También lo han hecho los españoles al decir que todos somos Hispanoamérica y los mismos estadounidenses al etiquetarnos como los demás americanos y afirmar que existe algo así como las Américas. Sí, las Américas, en plural.

Se trata, con todo, de una latinidad que nos define, nos ubica, nos hace iguales –a algunos más iguales que otros– y nos permite compartir una larga, larguísima historia. Pues bien, latinos y sajones parecemos venir de mundos distintos. Y en efecto, somos distintos, muy distintos. Véase, por ejemplo, el aspecto físico. Yo no voy a hablar mal de los anglosajones y menos aún de los norteamericanos –cariñosamente llamados yanquis o gringos–. Al contrario, yo voy a hablar bien de ellos: la tele dice que son altos, guapos, de ojos azules, pelo rubio, llenos de pecas y, como dice Cantinflas, desde chiquitos hablan inglés, “a más de ser güeritos y tener grandes los pies”, como dice Cri-Cri. Es cierto que son algo pesados –pesados de gordura y tal vez también de entendimiento–. En cambio, con excepción de los argentinos, que afirman asemejarse a los europeos, nosotros, los latinos –y especialmente los mexicanos–, somos gorditos, panzoncitos, nalgoncitos, chaparros y de pelo chinito. Pero, eso sí, muy listos para el doble sentido y los albures.

En cuanto al idioma, casi todos los latinos hablamos español y aun nos entendemos muy bien con los brasileños en portuñol. Es distinto con los norteamericanos, porque ellos parecen hablar al revés. Si nosotros decimos “una casa bonita”; los gringos prefieren decir, no sé por qué, “¡Qué una bonita casa!”. Y si nosotros decimos –como todo mundo dice– “compraventa”, ellos prefieren decir “venta-compra” (sale and purchase). Y hasta para contar ellos cuentan al revés: en vez de “uno, dos, tres, cuatro, cinco…”, ellos cuentan así: “diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco…”, cuando es mucho más sencillo decir “¡a la una, a las dos y a las tres…!”.

Y en verdad, nosotros como latinos somos algo rebuscados para hablar y evitamos a toda costa las frases negativas rotundas o tajantes; además, siempre decimos “para servirle”, “mande usted”, y nos gusta iniciar la conversación –aunque no tenga ningún sentido– con la consabida frase “disculpe usted”. En suma, nos tomamos todos los trabajos del mundo para no herir los sentimientos de los demás. En general, nos sentimos orgullosos de esta especie de humildad latina y en ciertas ocasiones consideramos hasta de mal gusto hablar en primera persona; en cambio, otra vez, los norteamericanos, no vacilan en decir “Yo”, siempre con mayúsculas.

Es cierto que, en cuanto a la religión, todos somos –de nuevo– hermanitos. Pero con los Estados Unidos, no. Somos tal vez hermanos en la fe, pero nos cuidamos de aclarar que ellos son hermanos separados y, al final, preferimos llamarlos coloquialmente los primos del Norte, como manteniendo prudentemente las distancias en el parentesco. En este mismo aspecto de la religión, está claro que los latinos veneramos a los santos, creemos en la virgencita de Guadalupe, nuestros futbolistas se persignan al entrar a la cancha y decimos para casi todo “por Diosito Santo”, “primero Dios” y “si Dios quiere”; pero aun en ámbitos más triviales es lugar común afirmar que los latinos somos más desorganizados y, sobre todo, impuntuales, y todavía es muy frecuente la actitud del despachador de la gasolinera que se considera siempre obligado a decir “¿ceros, eh?”. Por su parte, es fama que los norteamericanos observan en su trabajo una ética protestante más o menos rigurosa, seguramente heredada del puritanismo de los colonizadores, aprecian sin duda el valor de la franqueza y, desde luego, aborrecen las mentiras. Suelen decir “oh, my God!”.

La historia también nos separa. Hace cien años, los mexicanos éramos afrancesados. A principios del siglo XX, en efecto, los llamados asesores científicos del presidente Díaz veneraban lo francés y toda la clase alta de la burguesía mexicana gustaba de la música, los pasos de baile, la moda, la cocina y los libros franceses, y mandaba a sus hijos a estudiar a prestigiosas universidades en París, y cuando algo les gustaba decían que estaba muy chic. Ahora, en cambio, somos pro-yanquis y ahorramos afanosamente porque la jovencita vaya a cualquier universidad a Nueva York, Boston, Los Ángeles o ya, de perdida, a Miami (cuando digo “de perdida”, me refiero a la ciudad). Y si algo nos gusta, ahora decimos que está “muy cool” o “very nice”.

Mucha gente piensa que incluso nuestros destinos son distintos: los norteamericanos son ricos y nosotros parecemos eternamente pobres. Hasta pensamos que siempre les va mejor a ellos y que nosotros debemos sufrir todas las penalidades del mundo por una especie de castigo divino. Y, en efecto, hemos sido víctimas, especialmente de los gringos. Aun recientemente lo fuimos, como cuando Samuel Huntington afirmó, con toda desfachatez, que los hispanos indocumentados son un grave riesgo para la identidad nacional de los gringos. Y sí, en lugar de sentirnos villanos, otra vez nos sentimos ofendidos. Una especie, pues, de efecto Mateo: nosotros, perpetuando nuestros errores, mientras que ellos, como dice la radio de La Comadre, ¡puros éxitos!

Bien decía Mateo que “al que tiene le será dado, y tendrá más; y al que no tiene, aun lo que tiene le será quitado”[16], lo cual recuerda muy bien la cantaleta de “los de adelante corren mucho y los de atrás se quedarán”. Pero eso sí, nos encanta aclarar que “como México, no hay dos” y alguna vez alardeamos de decir que aquí ya teníamos universidades cuando en las llanuras de los gringos sólo había manadas de bisontes. También dicen –y parece estar probado por encuestas científicas– que los latinos, a diferencia de los anglosajones, somos más felices y más propensos a la risa, a la burla y al lenguaje en doble sentido y que, en suma, tendemos más a expresar nuestras emociones.

Después de todo, tal vez todo esto no responda sino a una secreta envidia y, quizás, en el fondo subyace un doble lazo de amor y odio –alternativos– que ha caracterizado la relación entre latinos y anglosajones o, particularmente, entre mexicanos y estadounidenses.

 

6. La fuerza de lo viejo ^

Para terminar, deseo comentar un pasaje de una novela que parece venir muy bien al caso. Se trata de la novela inmortal de Fernández de Lizardi, El Periquillo sarniento (México, 1816).

Resulta que Perico, Periquillo, que no tiene trabajo ni nada, ni es hombre de provecho, se mete en distintos lugares a trabajar: trabaja en un convento, en una funeraria, en un hospital, en una botica, en el reclusorio y en un juzgado. También se mete de militar, de marino, de sacristán y de zapatero. Y en todas partes lo hace mal. Pues bien, por azares del destino, este Perico se mete a trabajar a un despacho de abogados e incluso a una escribanía. En esta última oficina acontece algo muy gracioso que deseo narrar aquí.

De momento, sucede que se va el escribano y le dice: “Perico, ahí te encargo la oficina. Atiendes a la gente si viene alguien”. El tipo, que ya casi se siente escribano, se pone efectivamente a atender la notaría. Pues sucede que llega una persona, una señora encumbrada llamada doña Damiana Acevedo, y le dice: “señor escribano, quiero que me redacte una escritura. Tengo mucha prisa y necesito venderle al caballero aquí presente”. Perico dice: “Sí, como no, pase usted”, y se pone a redactar una escritura porque le han dicho que es muy sencillo: es solamente cuestión de tomar un modelo, de esos antiquísimos modelos que hay, y copiar casi tal cual. Se cambian los nombres, el domicilio, la edad, el precio, naturalmente, y asunto resuelto: uno se ha ganado el dinero del día de hoy.

Perico comienza a hacer la escritura y él entiende que tiene que ponerle lo que dice el formulario. Y éste contiene cosas así: “Que renuncia a la excepción de non numerata pecunia”; y él dice: “no tengo ni idea de qué es esto, pero igual lo pongo”. Y efectivamente lo pone, y luego dice: “Que la mujer también renuncia alsenadoconsulto veleyano” y sigue escribiendo como si tal cosa (ya nada más le faltó el macedoniano).

En fin, las partes están presentes, se ha convenido el negocio y él está escribiendo cosas como ésta: “Doña Damiana Acevedo, por sí, y en nombre de sus herederos, sucesores, hijos, nietos, bisnietos, que no los tiene, pero por si algún día los tuviere, vende para siempre jamás –así, con cierto aire de nostalgia–, a don Hilario Rocha”. Perico sigue redactando:

… que el inmueble –la casa– la vendedora no la tiene vendida, ni enajenada ni empeñada; que está libre de tributo, memoria, capellanía, víncu­lo, patronato, fianza, censo, hipoteca y cualquier otra especie de gravamen. Que la dona con todas sus entradas, salidas, usos, costumbres y servidumbres en cuatro mil pesos en moneda corriente y sellada con el cuño mexicano.

Y hace decir Perico a la vendedora:

… desde hoy en adelante para siempre jamás, la vendedora abdica, se desprende, desapodera, desiste, quita y aparta, para ella y sus sucesores, de la propiedad, dominio, título, posesión, usufructo, voz, recursos, etc. Y para que la tome, la goce, la disfrute y la haga suya –se refiere al inmueble–, con justo y legítimo título, declara que el precio son los dichos cuatro mil pesos. Que no vale más, pero si valiere más, de todas formas se la vende, porque no ha hallado quien le dé más por ella.

El Periquillo Sarniento fue escrita hace doscientos años. Todavía puede observarse en ella, sin duda, la influencia perdurable del derecho romano en la práctica cotidiana de la época. Allí también se advierte esta veneración por el antiguo derecho.

Vuelvo ahora a mi punto central: la relación entre nosotros, los latinos, y nuestros vecinos, los sajones. Que nuestros sistemas jurídicos, nuestra organización judicial y nuestra forma de entender el derecho son distintos está fuera de duda. El punto es tratar de lograr un entendimiento entre ambos.

No sé cómo va terminar este cuentito que narré al principio de la charla. Es una historia que empezó hace dos mil ochocientos años y que nos abisma en dos mundos distintos, el mundo latino y el mundo sajón, cada uno con sus virtudes y con sus defectos. Está claro que somos distintos: está claro también que debemos encontrar una forma de entendernos.

 

Notas ^

[1]. Platón, Critón o del deber

[2]. Platón, Eutifrón o de la santidad

[3]. Digesto, 47, 10, 4. 

[4]. Digesto, 9, 2, 11. 

[5]. Ibídem. 

[6]. Éxodo, 20 y Deuteronomio, 5. 

[7]. Amós, 5:7-15. 

[8]. Deuteronomio, 16:18-20. 

[9]. Deuteronomio, 19:15. 

[10]. Mateo, 5:33-37. 

[11]. Ec., 5:2-4. 

[12]. Romanos, 13:15. 

[13]. Génesis, 18:23-32. 

[14]. Isaías, 28:17. 

[15]. El Paraíso, V-VI. 

[16]. Mateo, 25:29.

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